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Darth Vader dando la vuelta al mundo

Hoy hemos votado y nadie nos ha zurrado. Bueno, Hug sí. Será porque también nos quiere. Dos votos a favor de continuar la vuelta al mundo, uno en contra y una abstención. Nunca tomes decisiones en un día de lluvia y menos con un jetlag del carajo. Ayer cenamos dos veces: sushi en Sidney y ojo de bife en Buenos Aires. Cosas de los husos horarios cuando cruzas el Pacífico al revés que Magallanes.

Probad a desayunar, comer y cenar cada día fuera de casa con Hug el Destructor y veréis como también votaríais por volver a la guardería. En Asia, con tanto noodle, palillos y chinos escupiendo pasaba más disimulado. En el Bar Federal de San Telmo no. Humanidad en estado puro. Si construye algo es para tener el placer de destruirlo al instante siguiente. Sacaría de quicio a cualquiera.

Y yo no soy cualquiera. Desde que los cuentos nocturnos van de Star Wars, si él es Hug Skywalker eso me convierte en Darth Vader. Y es que el lado oscuro del mal humor tiene su fuerza. No sólo te atrapa sino que hasta te da placer. Pero tengo un nuevo truco para salir del bucle depresivo. Al estilo Houdini, dejar de hacer fuerza y las ataduras se aflojan. Eso y mi Princesa Leia. «Papi, no pateixis. Et prometo que li deixaré tot a l’Hug pero continuem el viatge».

Ahora me parece imposible ni siquiera habérmelo planteado. Algo tendrá que ver que, después de ponernos más farruquitos que él, Hug el Adorable ha empezado a recoger sus desaguisados. Un milagro… o no. Ese «no» que tanto cuesta decir a la cosa que más quieres en este mundo y que cuando lo dices tanto coste tiene.

Pero para qué negarlo, a volver a verlo todo en color de arco iris también ha ayudado la Quilmes helada que nos hemos tomado. Y es que Argentina tiene un sabor especial. Después de haber estado un mes en la Isla del Doctor Moreau que es Australia, donde en cada esquina te salía un bicho a cual más extraño, ver ballenas y pingüinos es casi como volver a casa. Aunque estemos en la Patagonia.

 

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Patagonia Argentina
 
 

Buenos Aires, donde el corralito.

Congreso, Buenos Aires, Argentina

En los seis meses que llevamos de viaje hemos fotografiado todo tipo de sitios menos uno, los cementerios. Nos negamos en redondo con el primero y luego, para ser consecuentes, nos hemos mantenido firmes. No es que seamos tan escabrosos que pueblo al que vamos, cementerio que visitamos. Lo que pasa es que cuando uno se patea ciudades y pueblos, arriba y abajo, sin mapa ni dirección acaba tropezando con ellos aunque no quiera. Y no deja de ser lógico porque si sumamos son muchos más lo que están allá que los que todavía rondamos por aquí.
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Tierra del Fuego, el fin del mundo.

Tierra de Fuego, Ushuaia, Argentina

Buceadores en el fin del mundo o en la Tierra del Fuego, que viene a ser lo mismo. Estamos en la Patagonia, tan al sur que no existe otro lugar habitado en el mundo que esté más cerca de la Antártida. A medida que el continente se acerca al Polo Sur se desgrana en multitud de islotes, piezas de un puzzle gigantesco que no quieren unirse pero tampoco separarse. Tierra del Fuego es la mayor de todas ellas, separada del norte por el Estrecho de Magallanes y del sur por el Canal de Beagle. Dos pasos que unen el Atlántico con el Pacífico y por los que navegaron los mejores aventureros de otras épocas. El descubridor Magallanes cumpliendo el sueño de Colón de llegar a las Indias por el oeste; el Capitán Cook persiguiendo la fama y dando la vuelta al mundo no una sino dos veces por si quedaban dudas de que era el mejor; y el pirata Drake huyendo de los españoles después de haberles robado el oro y la vergüenza.
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Buenos Aires, Argentina, capital europea de Latinoamérica.

Congreso, Buenos Aires, Argentina

Río de la Plata, River Plate para los futboleros. En la otra orilla Uruguay, acá Argentina o la tierra de la plata. Así la llamaron porque de sus tierras y por sus aguas salió buena parte del dinero con el que la Corona de España pagó sus sueños de potencial mundial, plata que buena falta les haría ahora, nos recuerdan siempre que pueden los argentinos.
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Lago Titicaca, el mayor lago del mundo a 4000 metros de altura

Hace un par de semanas dormimos en un apartamento de lujo en Buenos Aires, Argentina. Piscina en la planta baja y jacuzzi en el ático, guardia jurado las 24 horas y rejas en la entrada. Mientras esperábamos en la calle a que saliera el auto del párking, lo volvimos a ver y ya no pudimos volver a girar la cara. Unos ocho años, tez morena y pelo teñido con mechas rubias. Pintarse la cabeza debía haber sido su única diversión en varias semanas porque el zagal no tenía pinta de ir a corretear por el parque cada tarde. O si lo hacía sería para llegar el primero a la sacada de basuras porque ése es su trabajo. Abrir las bolsas de los deshechos de los que vivimos arriba para sobrevivir abajo.

Se movía como un profesional, rápido y diligente, colocando los desperdicios en el suelo y seleccionándolos con la maña de quién lo lleva haciendo toda la vida. Aquí los cartones, allí los envases, acaso en el bolsillo algún resto de comida. Nosotros lo miramos con esa angustia que nos remueve el estómago a los ricos -es un decir- y que se nos pasa tan pronto como nos vamos a cenar. Él a nosotros ni nos vio, como si no existiéramos y es que, en cierta forma, para él somos invisibles. Habitantes del mismo planeta pero de diferente mundo, tan diferente como que es imposible pasar de uno a otro. Sin abrir la boca cerró una bolsa y se puso otra al hombro, las arrastró hasta el siguiente portal y empezó de nuevo el mismo proceso. Así una y otra vez, suponemos, hasta que las fuerzas no le den para cargar más trastos. Ocho años. A esta edad nuestros sobrinos lloran por la Playstation como nosotros lo hacíamos en su momento por cualquier otra chorrada.

Pero no es la primera vez que lo vemos. Antes lo encontramos en la India, famélico y durmiendo en la calle. Poco después topamos con él en Nepal, iba con la ropa sucia aunque llevaba los deberes en la mano. En el Tíbet andaba con unos amigos tirando piedras a los perros y en China tenía la mirada ausente. En Tailandia tampoco faltó a la cita aunque en realidad eran niñas y llevaban los labios pintados. Cuatro cosas para comer, algunas camisetas, un par de carantoñas, varias fotos para enseñar a la vuelta y muchas, muchas veces la vista girada para el otro lado. Demasiadas. Éste es todo nuestro balance con ellos. Al principio, de vez en cuando, nos llevábamos la mano a la cartera hasta que nos levantaron la camisa. Tormenta tropical, niño semidesnudo, labios temblando. Cuando tuvo el dinero en la mano, dejó de rascar el cristal de nuestro coche con cara de pena y empezó a reírse de nosotros, botando como si estuviera en “Cantando bajo la lluvia” versión Bollywood, recordándonos que a 40 ºC nadie se muere de frío por mucho que llueva. Desde entonces, no damos nada de dinero, sólo las cosas que nos sobran o que hemos cogido del hotel tipo lápices, bolígrafos o restos de comida del buffet o del avión. Una minucia al lado de la Madre Teresa de Calcuta. Siempre que volaba pedía a las azafatas hablar por el micro. En su inesperado discurso solicitaba al resto de pasajeros si podía pasar a recoger las sobras de sus bandejas para darlas a los pobres que acogía en sus centros. Ese día, piloto incluido, todo el mundo ayunaba a bordo. Dicen que era conmovedor verla caminar lentamente por los aeropuertos arrastrando una gran bolsa con todo lo que había recogido. Como la de nuestro artista de ocho años.

Hoy estamos en el lado peruano del lago Titicaca. Hemos venido para visitar las islas sagradas de los Incas pero nos hemos encontrado con Marita, una revolucionaria de 60 años que de día trabaja de guía y de noche se dedica a atizar con su labio suelto a los políticos corruptos que por acá abundan que da gusto. Con su visión esotérica del lago no estamos de acuerdo, pero sí con su discurso a los turistas. Una y otra vez les ruega que nunca den nada a los niños que piden limosna si no es a cambio de algo. Sin duda es una buena forma de acallar las malas conciencias. Lo hemos probado y funciona. Sin embargo, por mucha calderilla que gastemos a cambio de trastos que nunca vamos a utilizar, no podemos dejar de ignorar que este viaje nos va a dejar una cuenta pendiente. Una cuenta que esperamos saldar algún día. Y con creces si puede ser, porque por una vez no nos importará pagar intereses.

Itinerario recomendado para visitar Argentina con restaurantes a lo largo de la ruta.





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