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La India es un país gigantesco, un subcontinente entero mayor que toda Europa, con el doble de sus habitantes e incontables lenguas más. Por eso no es de extrañar que exista más de una India; en realidad, casi tantas como gentes la visitan porque es uno de los pocos sitios del mundo capaz de dejar una huella diferente en cada viajero. Algunas de estas Indias son del pasado, otras de un futuro que nunca llegará, unas son simple imaginación de turistas como nosotros y otras quizás nunca existieron. La India es todas ellas a la vez y ninguna en concreto.

Taj Mahal en Agra, India

Cada uno de nosotros tiene una imagen, una idea preconcebida que corresponde a una de esas Indias o a la combinación de varias de ellas. Lo que desconoce el viajero es que, a la vuelta, abandonará este extraño lugar con una por encima de todas. Una India que lo impregna todo, abriéndose paso por la nariz de una forma tan brutal que ya nunca más se podrá olvidar. Es el perfume de la India, a medio camino entre el aroma a especies y flores, y el hedor a basura y mierda. Un olor tan especial que enamora a unos y repugna a otros. Pero sólo existe una forma de saber si sois de los primeros o de los segundos. Cruzar sus fronteras y descubrir con cuál de sus mil rostros os mirará.

Procesión en la India

Para los amantes de los libros de Kipling, nuestra India es la de la jungla de Kim y los tigres de Bengala, la de maharajas motados a horcajadas de elefantes y princesas vestidas con saris luminosos. Nos costó muchas horas de coche y otras tantas de calor pero al fin encontramos esa India paseando por las calles de Udaipur y subiendo a los palacios de Jaipur, ciudades-estado que pueblan la región del Rajastan (sic tierra de Reyes) y que, igual que los Nabateos de Petra, hicieron fortuna como vigías de la Ruta de la Seda con sus caravanas de camellos. Cientos de historias y fábulas pueblan esta India. La más impresionante de todas ellas, las mujeres que cometían sati, se suicidaban, cuando morían sus maridos. Con la mano manchada de su propia sangre, marcaban las puertas de sus palacios para que todos supieran que allí habitó una mujer tan enamorada de su hombre que no quiso vivir sin él.

Jaipur Rajastan India

Pero lo bonito de esta India no es su pasado sino su presente, con la monarquía mostrando su mejor cara. Algunos maharajas, una vez desposeídos de cualquier poder, en vez de convertirse en vedettes de la prensa rosa como hacen sus similares en Europa, se han volcado en sus pueblos invirtiendo su propio dinero para ayudarlos y desarrollarlos. Pueblos de los que conocen perfectamente sus lenguas, a pesar de haber sido educados en inglés desde hace décadas. Vamos, igualitos que sus colegas europeos de sangre azul. Es verdad que algún belga corre por ahí como un flamenco pero Felipe no sabe poner dos palabras seguidas de catalán, vasco o gallego si no se las escribe el negro que suda tinta al preparar sus discursos. Y es que quizás sea esperar demasiado de esos delfines que, en vez de gastarse 3 millones de euros del heraldo público para montarse el pisito de soltero, se rascaran su propio bolsillo para construir un hospital. Política-ficción. Aunque en la India tampoco son todos honrados. También los hay que han abandonado sus pueblos a su suerte y viven como rajas en Londres, acordándose sólo de su pasado por el glamour de sus títulos y la seda de sus saris. Siempre habrá mal nacidos, sea en cunas de oro o en charcas de barro.

Rajastan

Muy cerca de esta India pero a la vez muy lejos, está la espiritual, la del budismo y los gurúes de verdad. Es la India introspectiva, la India auténtica para los auténticos enamorados de ella. Aunque en realidad no son tantos como parecen. Sin duda, es la India más oculta, tanto que no la hemos encontrado. Quizás en Nepal o en el Tíbet nos crucemos con ella, pero nos da que uno tiene que buscarla con el corazón y no con la guía. Muchos confunden esta India con la new-age, la de santinos vestidos de payasos, túnicas naranjas y olor a incienso. La de la música tántrica, el Karma-Cola y un montón de europeos disfrazados de pseudo-hippies. Esa es la India de pandereta, la que tiene en Bollywood su meca y que marca tendencias con una estética de cachondeo. La India de danzas hari-hari, indios coquetos con tupés grasientos y tuk-tuks decorados con espejitos y flores. Es una India divertida e inocente, que no hace daño a nadie pero que, aunque lo intente, tampoco ayuda a muchos.

Benares Varanasi India

Entre estas dos Indias, no todo es vacío espiritual, antes al contrario. Los indios parecen tener una sensibilidad especial para reflexionar sobre la cosmología, no por nada en esta tierra han surgido más religiones que en ninguna otra parte del mundo. Esta India la descubrimos en un templo jainista en medio de la jungla. Un oasis de silencio ensordecedor en medio de todo el ruido emocional que nos había ahogado hasta entonces. Auténticos percusores de Gaia o la Madre Tierra, los jainistas son hindúes que respetan hasta la más mínima forma de vida porque creen que Dios está presente en todas ellas, insectos incluidos. Vegetarianos hasta el extremo, llegan a ponerse mascarillas para no tragar y matar las bacterias que puedan haber en el aire. Sus templos son espacios abiertos donde todos, personas, animales y plantas, entran y salen, crecen y mueren sin que nadie se lo impida. Un lugar diseñado no para asustar a las gentes, ni para venerar a nadie, sino para hacerte sentir bien contigo mismo y, desde ese equilibrio, mirar al resto del mundo con ojos generosos, la mejor de las enseñanzas de Buda cuando, al final de sus días, les dijo a sus discípulos “cuando yo no esté, no quiero que me adoréis ni me sigáis. Toda persona sólo debe ser seguidora de sí misma”.

Ranakpur India

Al otro extremo de esa India íntima, está la monumental, la India más formal, la de ladrillos y piedras. Los hindúes nunca han tenido la necesidad de realizar grandes obras porque, al creer en la reencarnación del alma, carece de sentido quererse perpetuar en el mundo a través de algo material. Ésta es la principal razón por la que la mayoría de las grandes edificaciones que pueblan la India no son suyas sino de sus invasores, primero los mogoles y después los ingleses. La pax británica dejó una herencia de obras civiles y funcionales, y algún que otro vestigio del esplendor de un Imperio que, por otra parte, ya empezaba a resultar casposo por esa época. Nada especial si lo comparamos con los edificios que mucho antes habían levantado los antiguos descendientes de los turcos, sin duda los más bellos de toda la India. Entre ellos, una de las maravillas del mundo, el Taj Mahal. Construido en mármol blanco, el emperador Shah Vahan cumplió así la promesa realizada a su mujer en el lecho de muerte: erigir para ella la tumba más bonita jamás vista. Años más tarde el monarca viudo fue destronado por uno de sus propios hijos. Él se quedó sin reino y nosotros sin lo que hubiera sido la maravilla de las maravillas. Antes de que le robaran la cartera y el cetro, su objetivo era alzar al otro lado del río un panteón idéntico al de su mujer, esta vez en mármol negro. Si un Taj Mahal nos dejó sin palabras, no podemos imaginarnos lo que hubiera sido contemplar dos templos gemelos, uno al lado del otro, como si fueran dos torres enfrentadas en un ajedrez gigantesco.

Detrás de todas estas Indias, asoman las Indias más humanas y por eso las más vivas: la India de los pobres y la India de los ricos. Aunque vayan de la mano, una le da la espalda a la otra. La primera con la mitad de su población por debajo del umbral de pobreza, la segunda lanzando cohetes al espacio y desarrollando tecnología nuclear. La primera con millones de niños trabajando para poder comer, la segunda orgullosa de aportar al mundo miles de programadores informáticos. La primera pudriéndose en las megalópolis de Nueva Delhi, Calcuta o Bombay, la segunda formándose en las mejores escuelas del mundo. La primera intocable y encerrada en un sistema de castas que ni siquiera los padres de la nación como Gandhi o Nehru fueron capaces de abolir, la segunda huyendo al extranjero sin mirar atrás o viviendo en ghettos sin mirar afuera. La primera destino principal de cientos de ONGs, la segunda perdida en las contradicciones de los valores occidentales que han asumido como propios. La primera real, la segunda falsa. La primera duele, la segunda se desvanece.

Varanasi, capital espiritual de la India

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