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San Pedro, la isla bonita de la canción de Madonna.

Half Moon Cay, Belice

5.30 h de la mañana. El sol todavía se resiste a salir y de fondo se oye el hit de los años ‘80 “Isla Bonita”. Pero no os confundáis, no estamos en ningún bar pasado de moda alargando la fiesta. Todo lo contrario. Nos acabamos de levantar en San Pedro para bucear en el Blue Hole . Estamos en Belice, un pequeño país en pleno Caribe, con apenas 250.000 habitantes y no más de treinta años de vida. Cuando en su mástil ondeaba la Union Jack, la conocían como la Honduras Británica aunque curiosamente ahora es Guatemala quien reclama su soberanía.

Belice es un melting pot de razas y lenguas, tanto que el spanglish es cosa de niños comparado con lo que hablan por aquí. Inglés, criollo y castellano mezclados de tal forma que son irreconocibles. “’Amos pa’lá”. Nos vamos para allá. Mientras empezamos a navegar rumbo a nuestro primer punto de buceo, el capitán jubila a Madonna y pincha la música que le pide el cuerpo, puro reggae del Caribe. Balaceándonos a su ritmo, cruzamos la joya de la corona: la barrera de coral más larga del mundo con permiso de la australiana. Casi 1300 km de arrecife que convierten su mar costero en un paraíso para navegar en catamarán. Buen viento, pocas olas y todavía menos profundidad.

Barrera de Coral, Belice

Hace cuatro siglos estos mismos parajes eran un infierno para los españoles. Sus pesados galeotes de gran calado no podían meterse en estas aguas sin embarrancar, por lo que eran el refugio ideal para bucaneros y otros piratas. Cuando el negocio empezó a flojear y la corona británica les retiró la patente de corso, muchos se quedaron a vivir por aquí mezclándose con esclavos, mayas y algún que otro hispano despistado. A pesar de haber perdido la licencia que les permitía piratear barcos españoles sin ser molestados por los ingleses, la Armada del Imperio los siguió protegiendo como si fueran una colonia más. Con los siglos han cambiado sus dagas y pistolones por gafas de bucear y cañas de pescar, convirtiéndose en un destino turístico que cada año va a más.

A bordo de nuestro barco nos vamos conociendo mejor. A proa la tripulación, negros como erizos y el pelo como púas, no paran de bailar. A popa los futuros buceadores nos miramos sin hablar como prisioneros a punto de amotinarse. Desde el cachas cobardica que se rajará en el último momento, hasta el jubilado disfrazado de Andy Warhol que no para de bacilar. Sin olvidarnos del alemán que más tarde demostrará su capacidad para bucear en vertical con métodos de propulsión que todavía se escapan a nuestra imaginación. Si el capitán Cousteau nos viera se ahogaría en su propia tumba al comprobar en qué circo se ha convertido uno de sus mayores descubrimientos. El guía de la inmersión los tiene bien puestos porque bajar a 45 metros en el llamado cementerio de buceadores con semejante panda de freakies no lo paga ni todo el oro del mundo, por muy de curso legal que sea.

Mar Caribe, Belice

Pero no tenemos tiempo para pensar en estas cosas porque ya hemos llegado. Nos ponemos el equipo y empezamos a descender por el Blue Hole. Estamos cayendo por un abismo de un azul tan intenso que casi podemos tocarlo. Es la entrada a una caverna submarina cuyo techo se derrumbó, creando un agujero vertical de 150 metros de profundidad, con estalactitas y estalagmitas tan gruesas que parecen las costillas de un gigante de piedra, cuando no las columnas de una catedral olvidada. Buceamos entre ellas, rozándolas, sorteándolas, esquivándolas como si estuviéramos en las mismas entrañas de la tierra, procurando no hacer demasiado ruido, no sea que la bestia fuera a despertarse. Los escasos ocho minutos que podemos estar a tanta profundidad no dan para soñar más.

Para descansar entre una inmersión y otra, nos acercamos a Half Moon Caye , una isla en medio de la nada completamente rodeada de aguas turquesas. “Prohibido alimentar a los tiburones”, reza el único cartel de este atolón de apenas 300 metros de largo. Nunca habíamos visto un sitio igual y eso que llevamos unos cuantos países a nuestras espaldas. Intentamos de todas las formas quedarnos a dormir pero los piratas de por aquí ya no son lo que eran. Barbanegra, el más famoso de todos los belicianos, nos habría invitado a su mesa al ver que éramos de los grandes, de los que llevan siete aros colgando de la oreja, uno por cada mar en el que hemos navegado. Ahora un negro con barba nos quiere devolver al barco como si fuéramos polizontes pero al revés. Para quedarnos en la isla nos pide un permiso especial, tener nuestra propia tienda de campaña y no sabemos cuantas cosas más.

Por mucho que buscamos no encontramos a nadie que nos venda un par de entradas para el paraíso y nuestra mosquitera tampoco ha colado como material de acampada, así que tenemos que irnos por donde venimos. Y quizás mejor, porque ahora esa isla es para nosotros como el tesoro escondido que algún día volveremos a buscar con nuestro propio galeote. Y voto a dios que entonces pasaremos por la plancha a ese maldito bergante y nos saltaremos por la borda todas las normas del islote. Ni llevaremos tienda, ni mucho menos permiso, ni tampoco dejaremos de alimentar al tiburón de turno. ¡Esperamos que le gusten bien barbudos, pardiez!

Itinerario recomendado para visitar Belice con restaurantes a lo largo de la ruta.





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