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Lasa, capital del Tibet

Aunque esté a 4.000 metros de altura, la meseta del Himalaya parece más un desierto abandonado que no el techo del mundo. Tierras inertes con carreteras polvorientas y alguna que otra casa en los pocos cruces que surgen después de conducir durante horas. En uno de ellos paramos para tomar un té y calentarnos un poco. Al entrar en el único bar del lugar, se hace un silencio absoluto y todas las cabezas se vuelven hacia nosotros. No sabemos quién está más sorprendido, si ellos o nosotros.

Estamos a 18.000 km de Lima y delante nuestro tenemos a una familia entera de peruanos mirándonos fijamente. Poco nos ha faltado para saludarles en castellano. La lana de sus vestidos, los colores de sus ropas, sus graciosos sombreros, sus largas bufandas, todo nos recuerda a ellos. Pero no sólo sus vestimentas sino también los rasgos de su cara, el grosor de su pelo o el color de su piel. Mientras todavía nos preguntamos cómo pueden haber llegado hasta aquí, se ponen a hablar en tibetano. No hay duda, son tan peruanos como nuestro chófer. O sea nada.

Si no hemos sido teletransportados al Titicaca, alguna razón tiene que haber para tan exagerada coincidencia y así empezamos a divagar. Ambos pueblos tienen en común una sola cosa: la altura a la que viven. Las vestimentas de unos y otros estarán hechas del material que mejor les reserva del frío. Para ello aprovecharán las pieles o lanas de animales que, aún siendo de tierras diferentes, han desarrollado sistemas parecidos para combatir las bajas temperaturas. En realidad, las lamas de los Andes y los yacks del Tíbet son tan similares entre ellos como lo son sus domadores. Los tejidos que utilizan en ambos sitios son de colores vivos como no los hay en ninguna otra parte del planeta. Será que las piedras o plantas de las que sacan los tintes, en ambos casos son las mismas. Vegetación que, por alguna razón que desconocemos, tendrá tonos más intensos que la que se desarrolla en cotas más bajas. Sus mejillas parecen estar endurecidas y sonrojadas de nacimiento, como para resguardarles mejor de las heladas que tienen que soportar en ambos países. Lo mismo sucede con las aletas de sus narices. Más anchas de lo normal, serán así para poder inspirar más aire en cada exhalación y compensar la falta de oxígeno que tienen en ambas mesetas. Sus párpados también son similares, siempre medio cerrados como para proteger sus ojos del reflejo de las nieves que siempre les rodean.

Son meras suposiciones, aunque igual no vamos desencaminados porque la historia del mundo debe estar llena de conexiones de este tipo. Qué fácil sería recordarlo todo si nos la hubieran contado así. O quizás sí lo hicieron pero en aquel momento estaríamos mirando por la ventana soñando si algún día podríamos ver el Everest en persona. Ahora, en cambio, estamos delante del techo del mundo, mientras pensamos qué interesante sería volver a clase para escuchar de nuevo esas lecciones. ¿Quién nos lo iba a decir?

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Lhasa, residencia del Dalai Lama hasta el momento de su exilio a la India

Viendo la gran atracción que generan el budismo y el Dalai Lama en occidente, es curioso lo poco que sabemos sobre ellos en realidad. La más glamourosa de las religiones tiene su capital espiritual en medio del Himalaya, justo en el Tíbet, la última teocracia del mundo hasta que China la invadió y anexó como si fuera una más de sus provincias. De esto hace ya más de 50 años. A pesar de ello y por mucho que intenten ocultarlo sus invasores, sigue siendo otro país. En realidad, son los propios chinos los primeros que le dan un estatus particular al exigir una autorización especial para poder visitarlo. Una especie de salvoconducto que sólo pudimos conseguir en Katmandú con algo más que suerte. Lo celebramos con la cerveza más fría el mundo, helada en realidad, una rubia Everest que tomamos al lado de la oficina de Lila, nuestro amigo nepalí que nos había dado la buena noticia. Por fin podríamos cumplir uno de nuestros sueños: cruzar en 4×4 la cordillera más alta del mundo para ir desde Katmandú a Lhasa.

La primera parte del viaje discurre a través de una sinuosa carretera que une la capital de Nepal con la frontera tibetana. Un paso estrecho que avanza por poblados con gente abandonada a su suerte, muchos de los cuáles tienden en el suelo barricadas con clavos para cobrarle peaje a cualquier desgraciado que pase por ahí. Discutiendo con unos y pagando a otros, llegamos al Puente de la Amistad, curioso nombre para el viaducto que sobrevuela el abismo que separa en muchos sentidos Nepal y Tíbet. Allí bajamos el autobús y, con nuestras bolsas al hombro, cruzamos el puente como si fuéramos espías devueltos al enemigo en plena guerra fría. Mientras detrás nuestro todavía oíamos el rumor de los bulliciosos nepalíes, al otro lado nos esperaban militares chinos envueltos por una espesa bruma. Sin mediar palabra, nos hicieron formar en fila de uno mientras esperábamos que revisaran el equipaje de todos. Sus movimientos eran tan metódicos que empezamos a sentirmos culpables, recordando todas esas leyendas de inocentes encarcelados sin motivo alguno. Al llegar nuestro turno, comenzaron a vociferar con tanto nerviosismo que de los recelos pasamos al acongoje. Un apellido mal deletreado en nuestro visado había hecho saltar todas las alarmas. Por mucho menos a otros los habían mandado puente abajo de vuelta a Nepal. El Lama del Tiempo se apiadó de nosotros y, en aquel mismo instante, empezó a llover como si el cielo se hubiera partido en dos. A los soldados chinos les pareció absurdo seguir discutiendo bajo la lluvia con un par de don nadies como nosotros así que, igual de rápido que empezó todo, se olvidaron del diccionario y nos dejaron cruzar la frontera sin más.

Así entramos en el país más místico del mundo: mojados como pollos y corriendo como conejos, no fuera que el caporal se arrepintiera y nos mandara detener. Una semana después para salir del Tíbet, ese salvoconducto mal escrito nos volvió a jugar una mala pasada. Tímido él y cansado de ser protagonista, decidió esconderse en el rincón más alejado de nuestra maleta y se negó a salir durante un buen rato. Antes de encontrarlo los policías chinos nos habían expuesto la situación con mucha diplomacia: “no paper, don’t go”[1].

Pero eso fue al final de nuestro viaje, antes todavía nos quedaban siete días para llegar a Lhasa que nos parecieron siete semanas. Ponernos en marcha desde la frontera fue toda una aventura. El primer pueblo tibetano es un cuello de botella apresado entre el borde fronterizo y las continuas obras de la vertiginosa carretera que lo une con la capital del país. Las largas filas de camiones que esperan la autorización para cruzar a Nepal sólo hacen que empeorar el colapso. Tras dos días aislados en esa ratonera, finalmente nos dieron vía libre para seguir nuestro viaje a través de un camino imposible, un precipicio donde cada día cientos de trabajadores arriesgan su vida para convertirlo en un paso franco para vehículos como el nuestro. Controlando el vértigo como pudimos, escapamos del abismo a través de un atajo que nos llevó al altiplano donde se asienta el Himalaya. Lagos azules como mares y nieves perpetuas como glaciares, puertos de montaña a 5000 metros de altura y vistas al famoso Everest o al desconocido Cho Oyu, pueblos olvidados y gentes desangeladas, ventanas sin cristales y hostales sin agua caliente, restaurantes con deliciosa carne de yack y fondas con té caliente. Esa fue nuestra compañía hasta llegar a la capital del Tíbet.

Al entrar en Lhasa uno tiene la sensación que está en una ciudad de la China olímpica y no en la cuna del budismo. Situada en medio de una meseta gris, rodeada de montañas inertes y cruzada por grandes avenidas, la espiritualidad que esperábamos encontrar se ha desvanecido como el hielo en primavera. De los santuarios idílicos de los que tanto hemos oído hablar, ni rastro. El silencio y la meditación han dejado paso a coches ruidosos y calles comerciales. La bucólica visión de monjes compartiendo su filosofía de vida con el viajero parece más un invento del Hollywood deseoso de convertir en reales sus películas que no el Tíbet real. Semáforos en rojo y niños violentos ocupan ahora su sitio.

Algunos cuentan que han sido los chinos quienes han destruido este sueño y, con él, la mayoría de los templos. Demolidos, arruinados o simplemente con las puertas cerradas, los pocos que quedan se han convertido en máquinas de recaudar dinero para pagar el impuesto revolucionario que, como si fuera un matón de barrio, el gobierno chino les exige para dejarlos en paz. Son los mismos que han prohibido por ley la reencarnación del Dalai Lama. Otros, en cambio, susurran que no han sido los invasores chinos quienes acabaron con ese Tíbet idealizado, que ha sido la corrosión de la vida moderna, la globalización y el desarrollo industrial, o incluso que esa imagen que nos proyectaron del budismo y su capital nunca existió.

Para intentar saber la verdad nos acercamos a algunos tibetanos pero siempre reaccionan con miedo, como si temieran que en cualquier momento volviera la Guardia Roja. La mayoría de sus respuestas son frases hechas cuando no simples silencios. Tan sólo por una vez tenemos la impresión de que son sinceros: “I’m not allowed to talk about this[2]. ¿Podrán hacerlo algún día?


[1] “Sin papeles, no podéis salir”

[2] “No estoy autorizado a hablar sobre esto”

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Kathmandu, capital del Nepal

Como todo el mundo, alguna vez nos hemos preguntado cómo se forjó nuestra personalidad o la de las personas que nos rodean pero nunca habíamos pensado lo mismo sobre el carácter de los países, ¿Por qué la mayoría de catalanes parecen ser tacaños, los españoles orgullosos, los franceses chauvinistas y los argentinos charlatanes?

En la India no hay duda de que ha sido la religión la que ha moldeado a sus gentes. Una religión, la hindú, que es exactamente igual hoy que hace milenios, inamovible. Como el destino de las personas. Si nacen en una casta mueren en ella, hagan lo que hagan, pase lo que pase. Y eso lo marca todo, dónde vivirás, qué trabajo tendrás, con quién te casarás. Sólo la muerte te libra de ese círculo para entrar en otro nuevo. Asentados en su destino, muchos hindúes parecen sobrevivir más que vivir, viendo los días pasar y esperando sin más que la próxima vida les depare mejor suerte que ésta. Si su existencia hoy es perra es porque ayer los perros fueron ellos, y si mañana se portan bien, pasado serán recompensados. Ése es su único consuelo.

Nagarkot, Nepal

El peaje de este sistema ha sido muy cruel: forjar durante milenios un pueblo conformista, una sociedad donde no existe la cultura del esfuerzo porque ¿qué sentido tiene romperse los cuernos en esta vida si los beneficios no llegarán hasta la próxima? El pasado y el futuro unidos sin remedio. Un deja vú continuo que lo impregna todo en la India, de la cabeza a los pies. Arriba, porque en sus rostros puedes ver reflejada una miseria que dan por inevitable. Abajo, porque la mierda se les amontona en las calles esperando que sea otro quien la recoja.

La semana pasada llegamos a Nepal y esperábamos ver más de lo mismo. Al fin y al cabo son pueblos hermanos que comparten muchas cosas pero nos llevamos una sorpresa. Aquí los niños aprovechan cualquier rincón para hacer sus deberes, mientras los hombres y mujeres por igual no paran de trabajar, algo insólito en la India. Es curioso que estando tan cerca estos dos países sean a la vez tan diferentes. El budismo, mucho más presente en Nepal, podría ser un motivo pero quizás no es razón suficiente para marcar tanta diferencia. Por eso buscamos otras opciones.

A lo largo de su historia, la India ha estado dominada por Imperios de todo tipo, la mayoría de ellos extranjeros. Algunos de esos invasores intentaron acabar con la cultura hindú pero los más vieron en ella una oportunidad para mantener su poder. Cuanto más conformista fuera el pueblo conquistado, más fácil sería dominarlo y así fue. De hecho, los hindúes tan sólo lograron su libertad cuando personajes educados con valores occidentales los lideraron para deshacerse del Imperio Británico y de eso hace menos de un siglo. Además, Gandhi y Nehru, si bien consiguieron la independencia de su país, no fueron capaces de acabar con el sistema de castas, ni mucho menos con la desigualdad, racismo y pobreza que lleva siglos provocando. Y eso que lo intentaron con todas sus fuerzas, pagándolo en cierta forma con sus propias vidas y la de los suyos. Tres milenios de inercia eran demasiada carga, incluso para líderes tan excepcionales como ellos.

Nepal, en cambio, inexpugnable para la mayoría de ejércitos extranjeros gracias a las enormes montañas que lo rodean, siempre ha sido gobernado por reyezuelos locales. Igual de caciques que los de la India pero con una gran diferencia: el color de su piel era el mismo que la de sus vasallos. La mayoría de ellos fueron despiadados pero algunos de ellos actuaron como déspotas ilustrados, buscando siempre lo mejor para su gente, incluso cuando eso implicara ir en contra de su propia religión. En una democracia las reformas necesarias pero dolorosas encuentran múltiples barreras para avanzar, mientras que en estados autoritarios no hay más remedio que acatarlas. Este peligroso argumento ha sido utilizado demasiadas veces por dictadores ansiosos de legitimar su poder pero no por ello deja de funcionar en algunas ocasiones. Mientras Gandhi y Nehru fracasaban en la India en su intento de transformar a esa sociedad, varios siglos antes en Nepal el rey Janak lograba cambiar a sus súbditos para siempre. Convencido de que la educación era la base de cualquier éxito, estableció un sistema que se regía por tres puntos y que, todavía hoy, está vigente:

1)      Asegurar la igualdad social en la formación.

2)     Crear la responsabilidad social del alumno.

3)     Desarrollar la cultura y su preservación como una parte fundamental de la enseñanza.

Dicho así no parece gran cosa pero leedlo con calma: “Asegurar la igualdad social en la formación”. Afirmar hace cientos de años que la educación sería la misma para todos, fueras un príncipe o el hijo de un campesino y que, a través de ella, las oportunidades de labrarse un futuro serían iguales para unos y para otros, no sólo era lo más revolucionario que había visto el mundo desde Jesús sino también todo lo contrario de lo que propugnaba el sistema de castas de sus vecinos hindúes.

¿Puede una simple decisión de un rey cambiar el destino de un pueblo para toda la vida? ¿Es posible que un río, un valle o una cordillera demasiado alta para ser superada por ejércitos invasores, pueda proteger a unos y desamparar a otros, marcando no sólo su futuro sino también su personalidad? Si esto sucede con los países, ¿cómo será con las personas? ¿Qué cosas hemos vivido cuando éramos niños que nos han llevado a ser quienes somos ahora? Si aquella profesora no le hubiera pedido a Pedro que contara todos los libros de su casa, quizás nunca habría encontrado la colección de Emilio Salgari. Sin esos libros, quizás nunca habría soñado viajar por Asia. Sin esos sueños y sin los de Belén, quizás hoy no estaríamos aquí en Katmandú. Quizás entonces nuestra Vuelta al Mundo sería la de otros y nuestro libro estaría por escribir. Y sin este libro, tampoco habría lector. Y si no existe el lector, ¿quién eres tú?

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Pokhara, ciudad nepalí con vistas al Annapurna

Apenas llevamos un mes de viaje y ya nos han convencido varias veces para que nos levantemos antes que los pollos. El anzuelo siempre ha sido el mismo: ver amaneceres únicos y espectaculares. El resultado: si no fueron únicos lo serán, porque ni dios nos vuelve a tomar el pelo para que nos suene el despertador otra vez a las cuatro de la mañana. Cuando uno se toma un año entero de vacaciones, no está para este tipo de bromas. Pero es que aquí hasta el más tonto come pan. Con queso, por eso de que te las den. Y, claro, más de una vez nos la han dado. Sólo necesitan una montaña a la vuelta de la esquina, colgar un cartel de “Sunrise Tour” y ya tienen el business montado. Cuanto más pronto pongan la hora de salida, más gente picará y más dinero nos sacarán a los pardillos de turno, más conocidos como turistas o viajeros de guardar.

Y es que la globalización nos parece la mar de moderna pero hace lustros que corre por el sector turístico. Porque uno se pregunta: si no tienen ni para una Pepsi ¿cómo pueden haber aprendido las mismas técnicas de marketing un país y en el otro? No hay rincón del mundo donde no nos hayan reconocido. Los charlatanes de aquí y allá nos han llamado de todo pero nunca Mike ni Charly. Somos el Jordi y la Merçé. El neng y la nena. Pepe o la madre que nos parió. En castizo o en catalán. Más barato que en Andorra o 3×2 del Carrefour. Otro ejemplo, la tonadilla que utilizan los pedigüeños en el metro de Barcelona no sólo es igual a la que puedes oír en Madrid sino también en París, Nueva Delhi o Shanghai. Y, hombre, los mendigos viajados lo son porque no paran de ir arriba y abajo por la línea verde, pero si la T10 todavía no sirve para hacer trasbordo de país, ¿cómo puede ser que la entonación que usan sea la misma en un extremo del planeta que en el otro?

Eso sí, al menos los hay que tienen gracia. Como el niño que esta mañana nos hizo compañía mientras veíamos salir el sol por detrás del Annapurna. Después de hacernos reír durante un buen rato, de repente nos intentó levantar la camisa. Se le había reventado el balón, nos contó, y no tenía con qué inflarlo. Cien rupias era lo que costaba una mancha en su pueblo. Para que os hagáis una idea, en Nepal por la mitad de ese dinero más de uno subiría al Everest descalzo. Y es que, si en vez de preguntarle si conocía a Ronaldinho llegamos a decirle que nos encanta el ballet, seguro que el muy descarado nos hubiera pedido dinero para una máquina de coser con la que remendar su tutú.

Por un momento nos habíamos creído que el zagal estaba con nosotros porque le caímos bien, que no era uno de esos buitres que suelen sobrevolar estas excursiones. Pura comedia para que el timo fuera mayor. Con su mismo salero, lo mandamos a tomarle el pelo y la cartera al japonés que teníamos sentado un poco más allá. El rapaz aceptó la derrota con deportividad y, sin perder un instante, nos dio la espalda para ir en busca de su nueva presa. Y entonces lo vimos. Ese mocoso que apenas levantaba un palmo del suelo y estaba despierto desde las cinco de la mañana, andaba a 4000 metros de altura vestido con tan solo un pijama pero no uno cualquiera. Era un pijama tan gastado que el pantalón amenazaba con romperse justo por ese culito que tenemos todos, allí donde le asomaba una gran mancha. Una mancha tan marrón como los ojos con los que nos lanzó una última mirada, tan llena de vergüenza como la que sentimos nosotros. ¿Cien rupias por una pelota? Si en aquel momento nos lo llega a pedir, un campo entero de fútbol le hubiéramos construido. Allí mismo en medio del Himalaya o donde hiciera falta.

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