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Datong, ciudad cercana al sitio arqueológico conocido como la “Petra china”

Sólo llevamos dos meses de viaje y ya hemos visto templos de todos los colores. Hemos estado en sitios tan sagrados para los hindúes, budistas o musulmanes como lo puede ser Roma para los cristianos. Durante este tour religioso lo que más nos ha impactado no ha sido la vehemencia de los islamistas, ni la paz espiritual de los tibetanos, ni siquiera la espiritualidad tan cacareada de la India. No. Lo más impresionante ha sido la parafernalia con la que, a lo largo de los siglos, todos ellos por igual han disfrazado las enseñanzas originales hasta ahogarlas en un oscurantismo que sólo arroja luz sobre nuestro escepticismo.

¿En qué momento del tiempo nos confundimos y le dimos más importancia a la forma que al fondo, a la imagen que a la palabra, al ritual que a la conducta, al mensajero que al mensaje? ¿Cómo fuimos capaces de desvirtuar unas ideas tan puras como las que nos dejaron personajes excepcionales como Budha o Jesús y convertirlas en mantras repetitivos que perdieron su significado hace ya mucho tiempo? Mientras ellos nos mostraban el camino para ser mejores personas, nosotros nos quedamos atontados mirando el dedo con el que nos lo señalaban, y ahora ya es demasiado tarde para intentar ver más allá porque entre tanto humo, sotana y ofrenda nos han tapado la vista y cerrado la mente.

Ayer estuvimos en un templo de Confucio, el más grande de los filósofos chinos. El Maquiavelo de Oriente es ahora adorado como una virgen. En vida ningún gobernante quiso aplicar sus métodos, pero una vez muerto no sólo le pusieron un altar sino que durante 500 años hasta el último de los emperadores le ofreció sacrificios. Si el maestro los viera los cateaba a todos por no haber entendido nada. Confucio fue el creador del sistema de exámenes, método que la burocracia del Imperio utilizó durante siglos para seleccionar a sus funcionarios y que Mateo Ricci, jesuita misionero en la China, exportó a occidente para drama de futuras generaciones estudiantiles. O sea un genio pero de este mundo, de divino nada.

De igual forma en el budismo el mensaje del Iluminado era claro como el agua bendita: “que nadie me ponga velas cuando se me apague la luz porque, una vez muerto, no debéis adorarme, sólo podéis ser seguidores de vosotros mismos”. Maldito sea el caso que le hicieron porque, efectivamente, no siguieron sus enseñanzas sino las suyas propias, las que una y otra vez nos llevan a convertir en dios cualquier cosa que se mueva de forma diferente. Hoy en día no hay templo budista que no esté a rebosar de imágenes de Budha, o Ikea que no venda figuras del panxa contenta con su mano extendida. Si no sirve para meditar, al menos que aguante el jabón o recoja propinas en el bar.

Si dios existe, tenga la cabeza como una bola de billar o lleve barba, debe estar tirándose de los pelos. Igual, incluso, decide enviarnos de nuevo a su hijo o a cualquiera con dos dedos de frente para que ponga un poco de orden a tanto follón. Aunque a lo mejor, antes de venir, se lo piensa dos veces y prefiere quedarse allí arriba viendo como nos espabilamos nosotros solos. Y es que por tiempo no será. Como que tiene toda la eternidad.

Itinerario recomendado para visitar China con restaurantes a lo largo de la ruta.





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El turista que murió de éxito. O de asfixia, no estamos seguros. Lo que está claro es que la palmó o la palmará. Y más rápido de lo que parece. Ahogado por las hordas de visitantes que invaden hasta el último rincón de cualquier monumento, o muerto de aburrimiento o de calor mientras hace cola durante horas para entrar en cualquier museo. O sobramos muchos o faltan ciudades para visitar, pero ninguna de las dos cosas tiene ya fácil solución.

 Qué ver en Pekín China

El otro día estuvimos en la residencia del emperador chino en Pekín. Setecientos años de historia monárquica, ahora con la foto de Mao presidiendo su entrada. ¡El Rey ha muerto, viva el Dictador! No engañaremos a nadie, no es ninguna maravilla, ni por su arquitectura, ni por el poco arte que contiene. Lo mejor, de largo, su nombre: La Ciudad Prohibida, aunque algunos hagan chistes fáciles con la versión inglesa (The Forbiden Shitty leemos en la pared de un baño público). Y poco más que eso. O eso pensábamos hasta que, hartos de darnos codazos con cientos de chinos aprendices de turistas, huimos hacia uno de los pabellones laterales. Allí nos sentamos en un banco más largo que La Muralla China y ocurrió el milagro. Igual que las aguas se abrieron ante Moisés, las masas de fotógrafos amateurs desaparecieron y una calma china invadió el jardín de piedra en el que nos habíamos refugiado. En ese instante nos dimos cuenta por primera vez de la majestuosidad de La Ciudad Prohibida, así como de la serenidad que trasmite y la perpetuidad que irradia. En aquel momento sus nombres cursis dejaron de serlo y casi alcanzamos a comprenderlos. La Colina de la Belleza Acumulada, el Palacio de la Pureza Celestial, el Salón de la Paz Eterna o el Pabellón de la Cultivación Mental.

 Qué ver en Beijing China

Ese simple instante justificó las horas de espera para entrar, aunque en el futuro muy pocos tendrán nuestra suerte. Tardará más o menos, será el año próximo o el otro, pero llegará el día en que el turismo muera de éxito y ese momento que nosotros tuvimos el privilegio de disfrutar será imposible de repetir. Cuando eso ocurra tendremos que elegir: o dejamos que la multitud acabe con estos monumentos o los convertimos en coto de unos pocos. Menudo dilema. Nosotros, por si acaso, nos hemos puesto como objetivo para este año ver las Siete Maravillas del Mundo y alguna más. Y que nos quiten lo bailao.


[1] Juego de palabras en inglés: “The Forbiden Shitty” (la mierda prohibida) en vez de “The Forbiden City” (la ciudad prohibida)

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Aunque acabamos de llegar a Shanghai, no parece que hayamos salido de Hong Kong. La misma tez amarilla, los mismos rascacielos, la misma perfección. Allá pensamos que su buena marcha era cosa de la ZEM, Zona Especial de Millonarios o algo así, un estatus especial que tienen algunas ciudades de la China moderna para escapar del comunismo y aprovechar los beneficios del capitalismo. Es decir, paraísos fiscales donde nadie paga impuestos, ni siquiera la gente honrada.

Shanghai China

Pero Shanghai es diferente porque sus habitantes pasan por caja como todo hijo de vecino. El refranero popular es sabio y tiene claro el secreto de su éxito: curran como chinos. Sin cachondeos, no paran, todo el día, de aquí para allá. En realidad, detrás de muchas de las grandes obras del mundo siempre hubo un grupo de chinos. Puentes gigantescos, autopistas interminables o tendidos imposibles de tren. Nunca se han llevado los honores, ni han salido en los créditos pero los que se partieron la cara para llevarlas a cabo fueron ellos. Por eso no hay ciudad del planeta que se precie que no tenga un Barrio Chino como dios manda.

Shanghai China Shanghai China

Imaginaros una ciudad mayor que Madrid o Barcelona y tan moderna o más que ellas dos juntas, llenadla de chinos y estaréis en Shanghai. Nada de globitos rojos colgando de las puertas, ni chinitas con sombreros de paja. Nosotros discutiendo si el AVE tiene que pasar por el aeropuerto o no y allí con un tren magnético que levita y alcanza los 480 km/hora. Viéndolos nadie diría que tienen mucho que envidiarnos, ni siquiera la democracia. Es verdad que en China sólo existe un partido político pero la mayoría de los cargos son elegidos por votación, algo que no sucede en nuestros partidos políticos. En España el presidente lo decide todo, desde su consejo de ministros hasta el cargo más irrelevante. A veces, incluso, nombra a su propio sucesor. Por mucho que se les llene la boca hablando de la Constitución, no tienen nada de demócratas. Cero patatero. Después de miles de años de historia, si pensamos que con apenas unas décadas de democracia ya hemos llegado a nuestra estación final, es que somos muy pretensiosos. Por la misma razón, no estaría de más que, en vez de criticar al resto de sistemas políticos, mirásemos qué podemos aprender de ellos.

De China se dice que sólo hay un partido, pero también podríamos pensar que existen millones de ellos porque, en realidad, es como si cada persona fuera su propio partido. Los que quieren ser candidatos sólo tienen que apuntarse a la lista. Si convencen a sus compañeros saldrán elegidos y, si no, se quedan en casa. No hay más trámite que ése. Allí quien quiere vota, pero para ello debe mostrar un mínimo interés y afiliarse al partido. Y no suena mal porque ¿cuántos votantes se leen los programas de los diferentes partidos antes de unas elecciones? Si ni siquiera lo hacen los propios políticos, capaces de copiarlo del vecino, y no de uno cualquiera sino del último de la clase[1]. Y si no tenemos ni puñetera idea de lo que quieren hacer por nuestra ciudad o país, ¿cómo podemos votarles?

En China al haber un solo partido no hay órdenes de voto. Cada cuál lo hace según su opinión y consciencia. En España el de arriba decide sí o no a una ley y todos sus diputados obedecen a rajatabla, aunque opinen lo contrario o, peor todavía, aunque vaya en contra de los ciudadanos que los votaron y gracias a los cuáles tienen trabajo y sueldo. Pobres de ellos si no siguen las directrices del partido porque serán el centro de un escándalo y hasta la oposición los acusará de tránsfugas. Todo por haber votado lo que creían que era justo. Algunos se escudan en que, como no tienen tiempo para leer todas las propuestas ni tienen por qué ser expertos de cualquier materia, delegan en el criterio de sus líderes con los que comparten unos mismos ideales. Compramos la moto pero entonces que se queden en casa. Uno sólo de ellos bastaría para votar en nombre de todos y así al menos nos ahorraríamos sus dietas.

También podríamos aprender algo de la Cámara de los Lords en Gran Bretaña, un órgano no electo con derecho a vetar cualquier ley y devolverla al parlamento, siempre que sea con un veredicto razonado. Es verdad que en el pasado el único mérito de sus miembros era ser hijos de nobles pero, poco a poco, se ha ido renovando para convertirse en una cámara de sabios. Desde hace décadas las nuevas incorporaciones son personalidades que han demostrado ser extraordinarias en sus respectivos campos profesionales. No suena mal, que nos gobiernen unos pocos pero que sean los mejores, elegidos por sus méritos y no por haber sabido ascender dentro del partido. ¿No sería bueno que el ministro de Justicia fuera elegido por todos los juristas del país y no por ser de la misma cuerda que el presidente? ¿Y el de Economía por los empresarios? ¿Y el de Sanidad por el personal médico?

O mejor todavía, un gobierno privado. Si te gusta pagas los impuestos y, si no, no cobran un duro. Como si estuvieras comprando un coche pero con garantía. O cumplen sus promesas, o te devuelven el dinero. Con los países parece una locura, aunque con las ciudades estamos más cerca de lo que parece. Según el concepto de city-marketing, cada ciudad tiene un posicionamiento o unas cualidades y debe publicitarlas pero, por encima de todo, las tiene que cumplir. Son las seis efes: facilities, fashion, fun, feel, fortune y future[2]. Si los gestores de la ciudad lo hacen bien tendrán su recompensa porque más ciudadanos querrán vivir allí y más impuestos recaudarán. Hasta podrían cotizar en bolsa porque, como ya decía Pasqual Maragall el otro día en una entrevista publicada en la prensa china, “en el futuro lo distintivo serán las ciudades, no los países”. Y Shanghai estará entre las mejores, que nadie lo dude.


[1] Juan Fernando López Aguilar, ministro de Justicia del 2004 al 2007, se presentó como candidato a la presidencia del cabildo canario con un programa plagiado del Partido de la Ciudadanía catalán

[2] Equipamientos, moda, diversión, sensaciones, fortuna y futuro

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