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Quizás alguno de vosotros ha estado en la zona cero de las Twin Towers en Nueva York. Los hay que no sienten nada especial, a otros les impacta de sobremanera. Si sois de los primeros veniros a Hiroshima: 150.000 de una tacada, más otros tantos poquito a poco, como si de una “tortura china” se tratase.

“Tortura” porque a los que la bomba no les mató el 6 de Agosto de 1945 a las 8 y 15 minutos, les fue quitando la vida a lo largo de los años como si fuera una cuenta atrás radioactiva, eso sin contar a los que mutiló emocionalmente ese mismo día y para siempre. Y “china” porque para desarrollar la bomba atómica hizo falta el esfuerzo de centenares de científicos, un auténtico trabajo de chinos, cada uno aportando su granito de arena, lo justo para que después ninguno pudiera sentirse padre ni responsable del invento. De todos ellos, tan sólo seis o siete pidieron por escrito al gobierno que la bomba nunca fuera lanzada. Su intento sólo sirvió para enterrar allí y entonces sus prometedoras carreras.

De toda nuestra visita a Hiroshima, lo que más nos impresionó fue el ritual que siguen los colegios cuando entran en la zona cero japonesa. Primero leen una declaración de paz delante del Monumento a los Niños que murieron aquel día. Después, con las manos entrelazadas formando un círculo, cantan y rezan hasta quedarse sin lágrimas. Lo más indignante, en cambio, estaba puertas adentro. En el Museo por la Paz pudimos leer las misivas secretas, ahora ya descatalogadas, que se intercambiaron los mandos americanos las semanas previas al lanzamiento. No son muy diferentes de las que se podrían cruzar hoy en día los responsables de marketing de cualquier empresa. Hablan de targets prioritarios, de test de producto, de poder valorar correctamente los resultados, de las diferentes consecuencias del lanzamiento, de cómo justificarían tantos recursos invertidos si finalmente no pueden lanzarla, etc. La única diferencia es que las de entonces estaban escritas a máquina y con faltas de ortografía. Se entiende que aquellas bestias inhumanas no tenían corrector ni alma, porque una cosa es hablar de lanzar un nuevo sabor de helado y otra muy diferente de fundir literalmente a miles de personas.

Es difícil señalar a un único culpable porque no fueron una ni dos sino cientos de personas las involucradas. La excusa de que, gracias a esos daños colaterales, se evitaron pérdidas mayores al conseguir que la guerra se acabara en ese mismo instante es tan cínica que no vale la pena ni discutirla. Por eso uno se pregunta si nos gobiernan unos imbéciles o si los imbéciles somos nosotros por dejarnos gobernar así. La tentación de pensar que eso ocurrió hace más de 60 años y que no tiene nada que ver con nosotros es grande, pero hace bien poco España apoyó una guerra “preventiva” con la justificación de evitar futuros atentados terroristas. Para ponerlo en contexto se calcula que sólo las bajas civiles en Irak ya son superiores a la suma de todas las muertes por atentados terroristas de la historia de la Humanidad desde su inicio. Absurdo ¿no?

Como absurdo es pensar que son otros los malos y nosotros los buenos. Que a ellos el poder les ha corrompido y que con nosotros no podrá. Mirad alrededor vuestro, ahora mismo. Aquél de aquí o el de más allá. O ese otro. Cualquiera sería capaz de apretar el botón rojo si lo tuviera a mano. No de golpe, claro. Primero sería una caricia, una pequeña decisión que no afectase a la vida de nadie. Pero poco a poco lo apretaríamos con más fuerza, con la justificación del bien común hasta cruzar una línea que no tiene vuelta atrás. Esa delgada línea que, no sin razón, dicen tiene el color de la sangre. Por eso no podemos dejar un solo botón al alcance de nadie, ni de nosotros mismos. Y por la misma razón el liderazgo de los políticos está muerto. Estamos hartos de banderas en nombre de las cuáles manchan nuestra vergüenza. Estamos hartos de líderes que utilizan sus escaños para imponer la dictadura de la mayoría. Porque una mayoría de burros siguen siendo muchos burros juntos. El futuro es de las ciudades y de los ciudadanos. Tuyo y mío. Y de nuestros vecinos, que sabemos qué cara tienen y de qué pié calzan. Pero no de los de más allá. No queremos que ellos nos impongan nada. Que se vayan ellos a la guerra y a tomar viento si les da la gana, pero que nos dejen en paz. Como dijo el alcalde de Hiroshima en una de sus continuas declaraciones en las que exige la eliminación de toda arma nuclear en el mundo:

“Ahora los gobiernos de las ciudades se están levantando y, junto con ellos, las voces de sus ciudadanos para participar en la política internacional y acabar con su inmoralidad”

Nuestra ciudad, Barcelona, la primera de ellas. Todavía se nos pone la piel de gallina al recordar el ruido ensordecedor de las miles de cacerolas con las que rechazamos la guerra. Sólo nos arrepentimos de no haber continuado cada día hasta echarlos a todos de nuestras calles. A ellos, a sus países y a sus banderas.

(ver en La Vanguardia artículo sobre Hiroshima y Fukushima)

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