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Hong Kong, puerto franco devuelto a China después de 99 años.

Hong Kong, China

Bienvenidos a Hong Kong, bienvenidos al futuro. Si en alguna parte del mundo os podéis sentir como en Blade Runner es aquí, en Hong Kong, un grupo de islas que los ingleses conquistaron al final de las Guerras del Opio y que hace bien poco devolvieron a los chinos. En realidad, el acuerdo original de leasing por 99 años entre ambos países tan sólo afectaba a la península de Kowloon, pero al final la main island , el corazón de Hong Kong, también se incluyó en el paquete a devolver.

Hong Kong es la puerta de entrada y salida de Asia hacia el resto del mundo. Un puerto franco abarrotado de comerciantes, mercaderes y transportistas donde lo que es producir, no se produce nada. Ellos son especialistas en mover. Productos y capital. Capital y productos. Así han creado una ciudad donde el dinero circula a una velocidad vertiginosa. Las colas que invaden sus calles no son para ir al cine o coger un autobús sino para comprar en Prada o Versace. Aunque no todo es lujo en esta extraña mezcla de Nueva York y Benidorm. Como si fueran árboles gigantescos rodeados de pequeños hongos putrefactos, al lado de los edificios más impresionantes se apilan cochambrosos apartamentos que serían de protección oficial en cualquier barriada de Madrid. Son pocos, sin embargo, los que parecen advertir esos pegotes de cemento armado. Aquí la gente desfila más que anda, pisando sin mirar, mirando sin ver. Bandadas de brokers solitarios y secretarias con minifaldas ajustadas se apresuran por un laberinto de interminables escaleras mecánicas que atraviesan decenas de shopping malls y fast foods. Corren para huir de las penurias del día y beben para olvidar las miserias de la noche. Como si fueran esclavos viviendo en hormigueros de lujo, trabajan, comen, copulan y duermen en rascacielos de oscuros espejos. Presumiblemente, también mueren en esos nichos verticales, poco a poco, casi sin darse cuenta. Quizás por eso siempre visten de luto, por si acaso la muerte les da caza sin avisar. Trajes negros y maquillaje azabache.

Skyline, Hong Kong, China

Y quizás por lo mismo toda su vida está llena de prohibiciones. Mind your step, mind your life. Desde cualquier asiento del ferry, el medio de transporte más común en Hong Kong, se pueden leer hasta ocho advertencias diferentes. Un simple viaje de cinco minutos y montones de señales, prohibiciones y chalecos salvavidas te rodean hasta ahogarte. Si alguno de vosotros está pensando en el suicidio, que se olvide de hacerlo por aquí. En el futuro no hay peor profesión que la de quitarse la vida. Sabedores de que la historia se repite una y otra vez, la ciudad entera está preparada para un nuevo crack bursátil. Pero esta vez no dejarán que nadie se jubile por la vía rápida como pasó en la Big Apple en el 29, cuando las manzanas podridas se tiraban desde lo más alto. Aquí no hay andén de metro que no tenga pantalla protectora, ni puente sin rejas. Los terrados están bajo cerrojo y las ventanas son de seguridad. Suicidarse es una quimera en Hong Kong.

Si el futuro parece haber acabado con nuestra libertad para decidir cómo preferimos morir, también lo hará con la de elegir cómo queremos vivir. Dentro de unas décadas ya no podremos fumar en ningún sitio y el alcohol estará prohibido incluso en nuestra propia casa. Un chip implantado en nuestro coche no nos permitirá superar el límite de velocidad y si realizamos cualquier infracción su marcha se detendrá. Estará programado para darnos un sermón educativo o, peor incluso, estará conectado con nuestro cerebro y siempre que cometamos una falta liberará una sustancia que, como la melanina pero al revés, nos producirá una sensación de infelicidad. Seremos buenas personas por obligación. Daremos los buenos días a todo el mundo y siempre dejaremos que sean los otros quienes pasen primero por la puerta. Seremos perfectos, tan perfectos como aburridos.

Isla de Lantau, Hong Kong, China Hong Kong, China Disneyland, Hong Kong, China

A nosotros no nos busquéis entonces, seremos parte de la resistencia. Como replicantes anómalos buscaremos las últimas reservas de cerveza y celebraremos rituales secretos alrededor suyo. Una botella vacía de Heineken será el Santo Grial del siglo XXII, hasta que su sabor espumoso sea olvidado y ya nadie recuerde que, dentro de ese cristal verde, antes había un líquido fantástico que nos hacía reír a carcajadas e ir al baño cada dos por tres.

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