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Estamos a punto de volar hacia Nueva Delhi y ya podemos hacer balance de nuestro primer destino. Noche en el desierto incluida, Jordania es una maravilla de país, aunque no nos atreveríamos a decir lo mismo de toda su gente, al menos sin titubear. Son musulmanes y muchos ejercen como tales, y con ganas. Y no lo decimos como un agravio sino como un hecho. Por la calle, nadie os va a insultar o a poner mala cara porque no profeséis su religión. Sin embargo, si sois mujeres, los hay que os van a ignorar como personas y os asediarán como animales. No son todos pero sí unos cuantos. A las suyas las tienen bien tapadas sin que nadie pueda verlas, como si estuvieran enterradas en vida. A las de los demás, en cambio, las miran de arriba abajo como si fueran camellos en un mercado de ganado. Sin ir más lejos, uno de los guías de Petra, delante de doscientos turistas, comparó sin ninguna vergüenza la elección de una mujer para el matrimonio con la compra de un caballo. Lo fastidiado es que unos cuantos occidentales le rieron la gracia. Deben ser los que, sin dudarlo, venderían a la suya por un mendrugo de pan, que al cambio de tarugos viene a ser lo mismo que valen ellos. O sea nada.

Qué ver en Jordania

Sin embargo, empezamos a tener dudas cuando vimos que no son una, ni dos, sino muchas las musulmanas que miran a las rubias con bermudas como si fueran el mismísimo diablo vestido de Zara. Aceptan, sin rebelarse, que lo justo es andar con velos y túnicas a 40 grados mientras sus maridos se bañan en calzones cortos. Las hay, incluso, que parecen estar enamoradas de sus propios carceleros, sin que les importe compartir su lecho con otras. Lo curioso es que, después de perdernos varias veces por sus calles y carreteras, de pinchar en el desierto, de comer en su compañía y dormir en sus hoteles, uno no puede dejar de tenerles simpatía por como nos han tratado de bien. Entonces te preguntas si es posible que haya millones de monstruos en el mundo o si es la educación que recibieron o la religión que les inculcaron lo que es malvado. Porque no puede ser que toda esa gente tan encantadora sea a la vez tan ruin. O quizás sí y, sin saberlo, todos tenemos algo de maldad en nuestro interior. O puede que sean unos pocos quienes, desde sus atriles, la insuflan a muchos con sus promesas divinas y amenazas infernales. Igual esa maldad llegó en la carroza de algún dios falso o acaso la llevamos grabada en nuestra herencia genética y pase lo que pase siempre acaba surgiendo.

Pero entonces, si no es suya ni nuestra ¿de quién es maldita la culpa y cómo lo arreglamos?

Itinerario recomendado para visitar Jordania con restaurantes a lo largo de la ruta.





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¿Quién no ha soñado nunca de pequeño ser Indiana Jones, Lawrence de Arabia o el mismísimo Capitán Nemo? Todos ellos, héroes reales o de ficción, han cautivado la imaginación de miles de aventureros con pantalones cortos de todo el mundo, aunque sólo existe un país donde podrían haber coincidido: Jordania. En la ciudad perdida de Petra, en el desierto rojo del Wadi Rum o en los jardines submarinos del Mar Rojo, pero siempre en Jordania. Tres almas aventureras como éstas habrían conectado desde el primer instante, se habrían besado tres veces en la misma mejilla y se habrían corrido una buena juerga fumando nargileh[1] hasta el amanecer.

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Hoy en día, sin embargo, Jordania es mucho más conocida por dos bellezas esculturales que no por estos tres personajes. La primera, Petra, fue esculpida en las paredes del desierto por las manos del hombre y el cincel del tiempo de una forma tan espectacular que se ha ganado el título de Maravilla del Mundo. A la segunda, Rania, han sido los profesionales del marketing quienes la han moldeado hasta convertirla en la imagen del Reino de Jordania en occidente. Esta princesa es hoy la mejor embajadora de una monarquía inventada por los ingleses que ha sabido convertir a su país en un oasis de paz, algo insólito conociendo a sus vecinos. Aunque si algún día venís a Jordania, no preguntéis por Rania. No la conoce ni Allah. Es un auténtico fake, una impostora que luce tipazo en nuestras revistas pero que no pinta nada en su país. Aquí los retratos del rey y su señor padre están por todos lados pero de Rania ni la corona. Igual que sucede en los aviones que sobrevuelan Arabia donde los velos de las mujeres aparecen o desaparecen al cruzar la frontera aérea, lo mismo ocurre con Rania. Fuera del país reina, dentro rana.

Pero Jordania es mucho más que esta princesa postiza. Es una tierra bíblica donde puedes bautizarte en las mismas aguas que lo hizo Jesús o flotar milagrosamente en el Mar Muerto. Un país museo donde de la nada aparecen castillos templarios, ciudades griegas y templos romanos, todos ellos conservados con tal perfección que uno diría que fueron cubiertos por la arena durante siglos, no por abandono de los suyos sino para que afortunados como nosotros pudiéramos contemplarlos intactos siglos después. Pero lo mejor de Jordania no está enterrado en el desierto, ni olvidado en sus simas, sino sumergido en el Mar Rojo. Aunque no demasiado, tan sólo un poco, lo justo para que con unas gafas de buceo y las aletas de Curro puedas sobrevolar el Jardín Japonés, un valle de bonsáis submarinos dispuestos con tal cuidado y belleza que ni Julio Verne los pudo imaginar en 20.000 leguas de maravillosos viajes.

Una legua es la distancia que una persona recorre en una hora, casi cinco kilómetros. La circunferencia de la Tierra son unos 40.000 km, al cambio, unas 8.000 leguas. Si pudiéramos tender un puente a lo largo del Ecuador, tardaríamos un año entero en recorrerlo, aún caminando 20 horas al día. ¡Bendito sea Oneworld y los que inventaron el billete de avión Vuelta al Mundo!

Wadi Rum

Petra Petra Petra

[1] Pipa de agua típica de los países árabes o de cultura musulmana

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11 de Septiembre de 2007. Tercer día de nuestra Vuelta al Mundo y sexto aniversario del ataque de Al Qaeda a Estados Unidos. Estamos en Jordania, a un tiro de piedra de la zona más conflictiva del mundo. En realidad, tires hacia donde tires esa piedra lo más probable es que caiga en medio de una guerra, al lado de unos terroristas o en la cabeza de algún bestia exaltado. Por eso, aunque nos dijeron que Jordania era una excepción entre tanto vecino entretenido, el primer día no nos sentíamos muy seguros conduciendo por sus oscuras carreteras con nuestro coche de alquiler. Todavía menos cuando nos perdimos en tantas ocasiones que no tuvimos más remedio que pararnos una y otra vez para preguntar por el camino correcto. Si de noche todos los gatos son pardos, imaginaros vestidos con chilaba, morenos de piel y con barba hasta el ombligo. Por mucho que no tengamos prejuicios, cada vez que uno de nosotros bajaba del coche, no las tenía todas consigo. Lo mismo ocurrió cuando llegamos al hotel. Por la noche confundimos a los recepcionistas con los primos de Bin Laden, por la mañana y a plena luz del sol resultaron ser una gente encantadora. Tanto que incluso nos recomendaron un campamento beduino donde pasar una noche de cuento, con jaima de lujo incluida y cena bajo las estrellas.

Sin pensarlo dos veces, nos fuimos hacia allí: Wadi Rum, uno de los desiertos más espectaculares del mundo y frontera natural entre Jordania y Arabia Saudí. Aquí fue donde Lawrence de Arabia aprendió a montar a camello y volvió loco a los turcos. Pasear por Marte no debe ser muy diferente a adentrarte en sus dunas coloradas. Como si fueran meteoritos caídos del cielo, cientos de rocas se hunden alrededor tuyo, creando un paisaje tan irreal que parece más un espejismo a punto de romperse que no el hogar de los hombres del desierto. Hablamos de los beduinos o de los pocos que quedan, porque la mayoría de los que ahora circulan por aquí van con todoterrenos americanos, móviles japoneses y una pinta de chorizos que no pueden con ella. Beduinos de los de verdad todavía existirán pero estarán por ahí ocupándose de sus cosas. Mientras tanto macarras con pañuelo palestino al cuello se dedican a estirar alfombras en medio del desierto y a ponerles nombres comerciales esperando que algún turista despistado pique. Nosotros no fuimos la excepción.

El Luxury Camp al que nos enviaron nuestros amigos del hotel se llamaba “El Oasis del Desierto”. De lujo nada y de campo todo. Aunque hemos de reconocer que exclusivo sí que lo era. Estábamos más solos que la una, sin ningún otro pardillo a la vista disfrazado de Coronel Tapioca. Por toda compañía teníamos a un par de perros escuálidos que prefirieron tumbarse encima de un cactus antes que estirarse en unos colchones piojosos que asomaban por ahí, colchones que a la postre resultaron ser nuestras camas. En vista de que se había hecho tarde y no teníamos otro sitio donde caernos muertos, le pusimos buena cara al mal tiempo y decidimos quedarnos. Compartir una velada al lado del fuego con personajes de leyenda que entonces todavía tomábamos por auténticos y oír sus historias sobre la dura vida del desierto bien valía el renunciar a dormir cómodos por un día.

Pero nos volvieron a tomar el pelo. Mientras le quitábamos el polvo a los jergones donde debíamos estirar nuestros sacos, los falsos guías aprovecharon que por un momento les habíamos dado la espalda para salir por piernas. Por un instante pensamos que el fantasma de Lawrence de Arabia había vuelto y que huían despavoridos de él. Nada de eso, los tíos habían tomado las de Villadiego para poder dormir en sus casas. Las de verdad, claro, con muebles de Ikea y duchas de agua caliente. Lo de hacer vivac en el desierto está bien para los turistas pero ellos ni por el forro. Beduinos quizás, pero de imbéciles ni un pelo. Todos menos uno. Alguien tenía que quedarse para vigilar el chiringuito, no fuera que en un ataque de rabia nos diera por quemarlo.

El afortunado al que le tocó hacer de vigilante, vestido con chándal Adidas imitación, sintió más lástima él por nosotros que al revés, que ya es decir. El pobre desgraciado se nos acercó para ofrecernos una taza de té, mientras aguantaba estoicamente nuestras quejas. Al cabo de un rato, cuando ya nos había cogido algo de confianza, se atrevió a hablarnos con un inglés macarrónico:

“I understand you. You honey-moon don’t want problems. Sorry. I love too. I’m from Irak.. My wife there. I run because they want kill me. I work for Saddam. She and my children cannot come because of me. I don’t see them in four years. From then, I sleep in the dessert everyday”[1].

No sabemos si fue el reflejo de las brasas o que al oír su confesión abrimos los ojos como dos pelotas pero, por primera vez, nos fijamos en su rostro. Saddam Hussein en persona estaba delante nuestro pidiéndonos perdón. Y si no era él, sería uno de sus dobles porque se parecía al de los cromos del Mossad como dos gotas de agua. Sin dejar de mirarnos a los ojos, introdujo la mano en su bolsillo y lentamente sacó un objeto de metal que emitía un extraño ruido. Bip, bip. El villano más malo del mundo nos estaba apuntando con un aparato negro.

Sin pensarlo dos veces, decidimos ponernos de su parte. “¡Inch Allah y muerte a los cerdos imperialistas!”. Lo que fuera con tal de ganarnos su simpatía. “Zapatero is not Bush”. Y así una sarta de tonterías hasta que nos dimos cuenta que el ruido que nos había asustado no era más que el sonido de un teléfono prehistórico. Su mujer le estaba llamando al móvil:

“Habibi, habibi”(amor mío, amor mío)

Wadi Rum, cerca de donde Cristo perdió el gorro para que San Juan lo bautizara y lejos de cualquier sitio donde tenga sentido colocar una antena para móviles. Así y todo, un doble de Saddam condenado a muerte, no sólo lleva un teléfono celular en el bolsillo sino que tiene cobertura suficiente para recibir llamadas desde un Irak en plena guerra civil y decirle a su mujer que la quiere.

Para que después digan que la globalización no une a los países.

[1] “Os entiendo perfectamente. Estáis de luna de miel y no queréis problemas. Lo siento mucho, yo también estoy enamorado. Vengo de Irak y mi esposa todavía está allí. Ellos quieren matarme porque trabajé para Saddam. Ni ella ni mis hijos pueden venir aquí por mi culpa. Hace cuatro años que no los veo. Desde entonces duermo cada día en el desierto”.

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